miércoles, 21 de febrero de 2007

¡Qué mala memoria!

Algo me está pasando, y no es algo muy bueno. Últimamente he sido víctima de una falta de memoria que ya está comenzando a preocuparme. Tan sólo el fin de semana pasado olvidé enviar unos archivos y activar un examen que horas antes había acordado (muy formalmente, eso sí) activar en cuanto llegara de regreso a la casa. Ya el año pasado me había ocurrido que olvidé dos fechas importantes y, para colmo de males, hoy en la mañana olvidé darle un beso de despedida a Esmeralda (pero al rato lo compenso ;-)). Soy todo un caso, no cabe duda.

Tengo un asistente personal digital (PDA), un Sony Cliè a colores que compré hace como 4 o 5 años. Lo compré precisamente porque mi memoria ya comenzaba a dar indicios de que no podía manejar ya tanta información. Me sirvió mucho, aunque últimamente ya no lo he usado porque ha estado fallando al momento de recargarse la batería... por cierto, ¿a alguien le interesa comprar un PDA en buen estado? :D.

Una amiga mía dice que mi falta de memoria es culpa de otro amigo suyo, un alemán que se llama Alz, pero espero que no sea así. Por lo pronto creo que debo ir dejando de tomar tanta Coca-Cola Light (hey, la "Zero" sabe muy bien), no vaya a resultar cierto que el aspartame provoca la pérdida de la memoria.

Pero, ¿qué me pasó?. De niño era famoso por mi buena memoria. A los 6 años podía memorizar dos o tres páginas de un escrito durante el fin de semana para recitarlo sin fallas el lunes durante la ceremonia de honores a la bandera. Memoricé muchas cosas que leía (de muchas aún me acuerdo, qué raro). Me sabía muchos chistes; recuerdo una noche que estábamos esperando el tren en la estación del pueblo de mi mamá (Unión Hidalgo, Oaxaca). Como era costumbre del ferrocarril mexicano en ese entonces, el tren venía demorado y ya llevábamos mucho tiempo esperando. Se me ocurrió que unos chistes vendrían bien a la ocasión y que comienzo ("agarro y empiezo"). Recuerdo a mi tío Juan Villalobos reír y reír durante 4 horas, las 4 horas que estuvimos esperando el tren que, por cierto, no llegó y tuvimos que regresarnos a su casa e intentarlo al día siguiente. A los 8 y 9 años estuve en concursos de oratoria (que no gané), y memorizaba todo... todo. Bueno, no todo. Por ejemplo, las tablas de multiplicar me las aprendí ¡hasta quinto año de primaria! (cuando debía sabérmelas desde segundo) y las fechas... ¡qué horrible! soy malísimo para las efemérides. Qué triste es mi caso.

Según Esmeralda, hay tres eventos cuyas fechas por ningún motivo debo olvidar:

  1. Nuestro aniversario de bodas y su cumpleaños (que son la misma fecha, gracias a Dios)
  2. Los cumpleaños de nuestros hijos, y...
  3. ...creo que lo olvidé. Oops, estoy en problemas. (¿Serán las fechas de pago de las tarjetas de crédito? No lo recuerdo).

Y así ha transcurrido mi vida, entre recuerdos y algunos olvidos. Por supuesto hay cosas inolvidables, pero aún así siento feo cuando alguien me dice: "¿te acuerdas de...?" y no me acuerdo. Quizá unas vitaminas no me vendrían nada mal; un amigo me recomendó unas vitaminas "buenísimas" (según él), pero no recordó el nombre. Así serán de buenas.

Lo que sí no olvido es un rostro. Puedo olvidar un nombre, pero nunca un rostro. En una ocasión me pasó algo muy gracioso. Estábamos en un centro comercial y vi a una pareja que iba caminando con un bebé como de un año de edad. Yo estaba segurísimo de haber visto a ese señor en algún lugar, pero no recordaba dónde. Soy de ese tipo de personas que se obsesionan con algo cuando no lo saben o no tienen la respuesta, y por varios días la imagen de ese señor estuvo en mi mente, tratando de recordar dónde lo había visto. Cerca de dos meses después de eso, como si fuera un "flashback" recordé dónde lo había visto: en una sala del hospital donde nació Karime, mientras esperábamos que nos llamaran para entrar a la cirugía de nuestras respectivas esposas. Su bebé nació unos minutos antes que Karime (lo llamaron a él primero y escuché cuando lloró su bebé). Qué bueno que lo recordé, porque esa mala memoria me tiene intranquilo.

Caray, de tanto escribir se me había olvidado que tenía que regresar temprano hoy a casa.

Hasta luego.

miércoles, 14 de febrero de 2007

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Con todo el ajetreo de este día, muchos olvidaron (si es que acaso lo sabían) que no sólo era el día llamado "del amor y la amistad", sino también el día del telegrafista. En mala hora se les ocurrió hacer coincidir ambas celebraciones, pues prevalecería la más privilegiada por la mercadotecnia. En lo personal el día del telegrafista tiene más significado para mi, y no el consumista día del amor.

A mi no se me olvidó el día del telegrafista, y tengo al menos dos razones muy poderosas para recordarlo: mi papá y mi mamá. Mis papás fueron telegrafistas por muchos años, desde muy jóvenes, antes de retirarse para dedicarse a otras cosas. Ellos nos cuentan sus anécdotas, desde lo que tuvieron qué pasar y sufrir para aprender el código morse en sus respectivos pueblos natales, hasta que se conocieron en las oficinas de Telégrafos Nacionales, en la Ciudad de México y se casaron. El resto de su historia me tocó experimentarla. Mi papá me llevó en algunas ocasiones a la oficina de telégrafos donde trabajaba, donde también había algunas computadoras Siemens (la tecnología evolucionaba). Lamentablemente el oficio parece estarse extinguiendo con las tecnologías que han ido emergiendo, como los teléfonos celulares y el mismo Internet. Hoy le pregunté a mi papá: "¿y todavía te acuerdas del morse?" y me dijo que sí, que a veces lo practica para que no se le olvide.

Gracias a esos dos telegrafistas, mis hermanas y yo tuvimos una educación y no nos faltó nada. Por eso respeto mucho ese oficio, y admiro a mis papás. Desde este espacio les envío una felicitación en morse (porque, por si no se han dado cuenta, el título está en morse y si tienen curiosidad, dice: "felicidades").

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jueves, 8 de febrero de 2007

Yo no busco la felicidad

Casi es hora de salir de la oficina. Doy un último vistazo a mis cuentas de correo electrónico mientras escucho en la laptop unas canciones que un amigo me compartió y que ya no se consiguen porque ya no venden esos discos desde hace varios años. Cuando salga voy a subirme a mi automóvil (que, por cierto, estará a la venta en algunas semanas más) y a manejar 35 km hasta mi casa. Mis hijos muy probablemente aún no estarán dormidos, así que podré verlos, jugar futbol un rato con el más pequeño y platicar con mis hijas. Cuando se hayan dormido conversaré con mi esposa y haremos planes para este fin de semana. Tal vez alcance a ver un rato la televisión: Monk o Dr. House, no sé cuál pasan hoy. Nada extraordinario, pero todo importante.

Hace unos días fui con Esmeralda a ver la película "The pursuit of happyness" ("En busca de la felicidad"). Pocas películas me han conmovido como ésta. No la voy a contar, no se preocupen, al menos nada que no venga ya en una reseña. Mejor vayan a verla, la recomiendo. Lo que sí puedo compartir es que me hizo recordar una etapa de mi vida. Definitivamente no me pasó lo mismo que a Chris Gardner, pero estuve en una situación similar al encontrarme repentinamente sin empleo, con mi esposa y una hija pequeña, y esforzándome por entrar a trabajar a un lugar sin tener todos los conocimientos para desempeñar el puesto, pero con entusiasmo y muchas ganas de salir adelante. Hice todo lo que estuvo a mi alcance por demostrar que podría con el trabajo, que sólo necesitaba una oportunidad para demostrarlo. Me pasaba los fines de semana leyendo los manuales, y los demás días me dormía tarde por estar estudiando, con tal de no fallar. Esa determinación fue crucial, ahora lo entiendo, para conseguir lo que vino después. No tengo abundancia, pero vivo tranquilo (en lo que cabe, claro).

Estoy valorando todo lo que tengo, que me ha costado mucho esfuerzo conseguir. Recuerdo esos días cuando el dinero se me acababa y aún no conseguía el empleo, e iba a un examen, luego a otro, durante el proceso de evaluación para ver si me aceptaban, mientras mandaba un currículum tras otro a una empresa y a otra. Todo el esfuerzo ha valido la pena, no me quejo.

Por lo pronto me siento feliz. Tengo más de lo que había pensado (y no estoy hablando de cosas materiales, que de por sí tienen su importancia). Aún en esas noches cuando me desvelo estudiando me pongo a pensar y recuerdo que todo tiene recompensa, y lo hago con gusto. Dejo el libro, me asomo a la recámara, veo a mis hijos dormir tranquilos y pienso que no necesito buscar la felicidad... ahí está, durmiendo tranquila, soñando, e irá a la escuela mañana con sus mejillas rosadas.

Yo no busco la felicidad, pues vive en mi casa. ¿Qué más puedo pedir?

jueves, 1 de febrero de 2007

De aquí a cien kilómetros

"Te quiero mucho, de aquí a cien kilómetros... ¡y eso es mucho!"

Esta frase es la ocurrencia más reciente de mi hija Karime Kirey (4 años). Se lo dijo a mi hermana (tía Juli) este domingo cuando nos reunimos para comer. Me puse a pensar cómo, en su inocencia, ella trató de expresarle a su tía la magnitud de su cariño por ella.

Para Karime, cien kilómetros es mucho. Quizá para todos, especialmente si tuviéramos que recorrerlos a pie. El hecho es que Karime sabe que esa distancia es muy grande y que no se puede recorrer fácilmente (mis respetos para los corredores de maratón), quizá sólo en automóvil, y que seguramente a la mitad de ese recorrido ella ya estará dormida, y que esperará a que la despertemos al llegar. Para ella, eso es algo muy grande, y eso mismo quiso decir.

Posiblemente nosotros (hablo de quienes ya no somos niños) estamos ya tan acostumbrados a las cosas que vemos, que olvidamos la sencillez de una demostración de cariño, tal como lo hacen los niños. No es necesario que digamos, tal vez, una distancia muy grande (o inalcanzable) para comparar nuestro amor o cariño por otra persona, pero sí es necesario demostrarlo. Yo no me puedo quejar, mi familia me da muchas demostraciones de su amor y espero estar correspondiéndoles todos los días.

La pregunta es: ¿tomamos el tiempo para decirle a alguien, con sinceridad, cuánto le apreciamos? Yo quiero seguir el ejemplo de mi hija, y demostrarle a la gente que quiero que mis cien kilómetros son reales (y alcanzables) y que pueden estar seguros que los recorreré las veces que sean necesarias, porque son importantes para mi.

Por lo pronto, ya tengo mis cien kilómetros marcados en mi mapa, y los estoy recorriendo.

Hasta luego.